Plomo caliente

20-04-2020

Su día empezaba a parecerse a todos los demás. Sentado en el sillón de la sala de estar, hundía sus ojos en el televisor que iluminaba toda la estancia en aquella tarde gris. La mesilla que tenía colocada estratégicamente al lado del sillón daba cuenta de todas las cervezas que se había tomado. Echó la mano hacia ella intentando agarrar la lata que se estaba bebiendo. Comprobó que no era suficiente. Se había bebido la mitad y suponía que el resto ya estaría suficientemente caliente como para ir a por otra.

Dudó en levantarse para ir hasta la cocina. A veces prefería quedarse dormido y esperar a que su día se acabase allí. Estaba perfectamente sano pero le faltaban las ganas de mover aquel sarcófago que en algún momento fue su cuerpo.

El programa de televisión que tenía puesto dio paso a los anuncios y decidió que podría hacer el esfuerzo de levantarse. Odiaba ver a aquella gente que fingía felicidad a cambio de un puñado de billetes. Se incorporó con desgana y llevó la lata para verter lo que quedaba en el fregadero. Abrió la nevera por cuarta vez aquella tarde para coger una cerveza. Cerró la puerta sin ningún cuidado, que sonaron a campanas de difunto.

Escuchó los pasos de su hijo bajando por las escaleras sin interés, queriendo hundirse en el sofá cuanto antes.

  • ¿Qué haces? - preguntó el niño al llegar hasta él.
  • Distraerme del trabajo.
  • ¿Te aburre tu trabajo, papá?
  • Sí.
  • ¿Y por qué no buscas otro?
  • No es tan fácil.
  • Pero tú sabes hacer un montón de cosas.
  • ¿Sabes qué?, ¡deberías dejarme beber mi cerveza tranquilamente! - Le levantó la voz, perdiendo la paciencia.

El niño salió al jardín intentando no molestar demasiado. No quería que le gritasen de nuevo o, como en los peores días, recibir una sonora bofetada.

Abrió la lata y la espuma cubrió la abertura que se había creado. Bebió varios tragos e intentó dejarla en la mesilla, aunque se tambaleaba por las llaves de su coche. Las empujó hasta que cayeron al suelo sin fijarse en ellas.

Allí también estaba el periódico del día, doblado de mala gana, tras haber revisado la sección de anuncios por palabras a conciencia. Estaba cansado de buscar empleo. Hacía semanas que había dejado de responder a las llamadas y tampoco hablaba con sus antiguos amigos. Le hartaba aquella ayuda que no eran más que palabras de ánimo huecas. Querían que retomase su vida pero sólo lo hacían por ellos. A él le irritaba pensar en su pasado y mucho más en su futuro. Ya no podía conseguir lo que él quería en cada momento. Se había casado con la mujer que él quería, había tenido un hijo con ella, le habían ascendido en la empresa a la que él quiso entrar y ahora, si había suerte, mendigaba entrevistas de trabajo por teléfono.

Se despertó de un sobresalto al escuchar cómo se abría la puerta de entrada. Su esposa, con su hijo de la mano y bolsas de la compra en otra, llegaba del supermercado en el que trabajaba. Echó mano al periódico y lo abrió lo más rápido que pudo. Ese movimiento repentino e instintivo hizo que su mujer se acordase de cómo su padre, con la escopeta de perdigones, ahuyentaba a los zorros que iban a husmear comida en la finca en la que se crió. Cuando acertaba algunos caían rendidos al instante, otros, en cambio, se revolvían sin parar sobre ellos mismos por el calor del plomo caliente que los había atravesado.

Amagó un saludo pero no tuvo las fuerzas para decirlo. En cambio, soltó un sonoro suspiro pensando en todo el esfuerzo que le estaba constando aquella situación. Convivía con un hombre que ya no conocía, atendía sin ayuda a su hijo, le amargaba tener que hacer la cena y, sobre todo, la comida de mañana para su marido. Él seguía hundido en el sofá, cambiando de canal, iluminándose unas veces de un color y otras de otro. Sabía que su esposa estaba en la cocina, que había suspirado, que el niño ya estaba en su cuarto. Se imaginaba lo que pensaban de él, aquellas malditas miradas de desaprobación. Cuanto más lo pensaba, más apretaba la mandíbula. Desde el sillón, escuchó cómo su esposa suspiraba al meter las latas de cerveza en la basura.

  • ¡El niño ya es mayorcito para saber cuando entrar en casa! - gritó de improvisto - Si no sabe comportarse será culpa tuya.

Ella dijo algo para sí desde la cocina.

  • ¡Y deberías estar más callada! No te acuerdas de todo el tiempo que has pasado aquí sin hacer nada, mientras criabas a ese estúpido niño que no sabe entrar en casa cuando es de noche. ¡Me he casado con una desagradecida con la que he tenido un niño que no sabe ni atarse los cordones!
  • No piensas lo que dices… - replicó su esposa mientas aguantaba las lágrimas -. Solo tiene seis años…a mí dime lo que quieras, pero de él, ¡ni una palabra!

Después de aquello, un silencio tenso inundó la casa. Su esposa empezó a hacer la cena entre sollozos. Los ruidos del niño correteando por su habitación cesaron. El sonido de metralleta que hacía el cuchillo sobre la tabla de picar se hizo más claro. Él seguía absorto en las luces de la televisión. Pero su mandíbula se apretaba cada vez más. Sus respiraciones eran cada vez más fuertes. Fruncía el ceño hacia la televisión. Cuando el sonido del cuchillo se paró en seco, intentó levantarse ágil pero lo máximo que pudo hacer fue tambalearse notando un leve mareo. Estrujó la lata con su mano y se dirigió a la cocina.

Al llegar a la puerta, vio la tabla de picar ensangrentada y el cuchillo en el suelo. Su esposa se estaba apretando la mano entre borbotones de sangre. Las lágrimas cubrían las mejillas de su esposa pero no decía nada, ni siquiera se quejaba. Dejó la lata en la encimera y quiso acercarse a ayudarla. Ella no hizo ningún gesto.

«Aprieta fuerte», le dijo mientras le acercaba un trapo limpio. Alcanzó las tiritas que estaban dentro de la caja de zapatos que algún día se había convertido en botiquín. Su voz, ahora aterciopelada, parecía querer acariciar la piel de su mujer, estoica mientras apretaba la mano con el trapo limpio. Le tapó el corte con lo que había encontrado en la caja y la abrazó. Ella no se movió, sólo se dejó abrazar respirando hondo. Él se apartó al rato, pasándose la mano por los ojos y carraspeando levemente. Se sirvió un vaso de agua y bebió. Se sirvió otro y volvió a beber sin hacer ninguna pausa. Cenaron sin intercambiar palabra.

A la mañana siguiente el despertador sonó a las 7:15. Un beso seco crujió en el aire de un dormitorio mudo. A ella le tocaba turno de mañana. El crío se subió al autobús escolar a las 8:10. A las 8:15 recogió el periódico, lo dejó en el sofá y pasó un trapo a la mesilla para borrar las huellas de sus cervezas. Encontró las llaves que había tirado el día anterior en el suelo. Las recogió y fue andando hacia el garaje en una soleada mañana de otoño. Sintió el frío en sus costados colándosele hasta el alma. Eran las 8:42 cuando encendió el motor.

La mujer llegó a casa a media tarde antes que su hijo volviese del colegio. Abrió la puerta. La televisión apagada, un trapo encima de la mesilla, ninguna cerveza en ella, el motor del coche sonando. Sin apartar la vista del sillón, las lágrimas empezaron a inundar su cara, sus dientes empezaron a repicar y un alarido estalló en su boca.



Escrito por David Táboas